JASMINA TESANOVIC
11/07/2010
11/07/2010
Hoy es el 15 º aniversario del genocidio en Srebrenica, Bosnia, en el que más de 8.000 civiles musulmanes varones fueron asesinados y sus cuerpos enterrados en fosas comunes diseminadas por toda la región.
Slobodan Milosevic, presidente de Serbia en el momento de la matanza, murió en La Haya en 2006, antes de que se alcanzara un veredicto en su juicio.
Las tropas holandesas de las Naciones Unidas presentes en el enclave de Srebrenica en aquella época, que tenían encomendada la protección a los civiles, no se enfrentaron a ningún cargo por incumplir con su deber.
Radovan Karadzic, el líder de los serbios de Bosnia, responsable del diseño de este crimen, está siendo juzgado en La Haya, en el Tribunal Internacional de Crímenes de Guerra.
El general Ratko Mladic, cuyas tropas llevaron a cabo la masacre bajo sus órdenes, sigue en libertad.
En el año 2007, la propia Serbia fue declarada culpable de no haber impedido el genocidio, pero no de cometerlo.
Muchas de las personas y tropas involucradas en la liquidación de los prisioneros de Srebrenica nunca comparecieron ante ningún tribunal. Otros fueron condenados a penas muy leves por pequeños delitos, como los seis miembros de las tropas paramilitares “Escorpiones”.
El actual presidente serbio, Boris Tadic, ha viajado hoy mismo a Srebrenica para asistir al entierro anual de nuevos huesos de los asesinados, recientemente hallados. Es la primera vez en 15 años que un presidente serbio hace esto. Hace poco tiempo Tadic declaró su pesar por la masacre en nombre del pueblo serbio. El parlamento serbio hace unos meses aprobó una resolución que condenaba el crimen.
Hoy, 11 de julio, es el día internacional para conmemorar el genocidio de Srebrenica, proclamado por el Parlamento Europeo.
En Srebrenica se ha instalado una escultura, hecha de más de 16.000 zapatos, que simbolizan a los fantasmas caminando que protestan contra la ONU y la pasividad europea.
En Belgrado, los grupos pacifistas organizaron un espectáculo con zapatos en la calle principal de la ciudad. Mujeres de Negro, un grupo de activistas feministas hizo su vigilia habitual en el centro de Belgrado (la que han venido haciendo desde el primer año). Las Mujeres de Negro honran a los muertos y recuerdan la vigencia de las demandas de verdad y justicia que todavía no se han conseguido.
Hoy, muchos políticos de alto rango internacional han estado presentes: desde los delegados del presidente Obama, a los políticos locales de los Balcanes. Unas 50.000 personas optaron por asistir a un encuentro estimado de alto riesgo.
Las familias de las víctimas están profundamente descontentas con la lentitud y las discriminaciones de la justicia internacional. Se han destruido pruebas o han sido descuidadas, la culpa individual se ha minimizado u olvidado en nombre de la diplomacia o por los intereses de futuro de los Balcanes.
Pero algunos activistas, abogados y escritores siguen luchando por la causa de la verdad. La cruel lección histórica sobre genocidios en todo el mundo, hoy globalizados y desenterrados, nos enseña que estas atrocidades se pueden prever, detectar y prevenir – si existe la voluntad y la actuación política.
Con la adaptación de este prefacio del libro sobre el juicio por el genocidio de Srebrenica que escribí hace unos años, espero que mi modesta contribución pueda aumentar el esfuerzo de las personas de buena voluntad.
El diseño del Delito
Nunca tuve una patria, nunca he tenido una lengua materna, nunca creí en Dios. Crecí como una calabaza en la basura, como mi madre solía decir…
Nunca tuve una patria, nunca he tenido una lengua materna, nunca creí en Dios. Crecí como una calabaza en la basura, como mi madre solía decir…
Me crié entre países, idiomas, costumbres. En mis diversas escuelas hablé inglés, italiano, serbio… Tomé prestado problemas de otras personas para escribir.
Escribí, me emocioné, lloré, con toda la empatía de un sinsonte.
En quinto curso, en una escuela yugoslava bajo Tito, me pusieron la tarea de escribir acerca de las batallas gloriosas del ejército comunista yugoslavo. Yo conocía los ingleses Tudor y Estuardo, la Revolución Francesa, la Guerra Civil Americana… pero ninguno de esos grandes relatos mencionaba ninguna gloria comunista. Así que le pregunté a mi padre, nativo de Herzegovina, por una versión apta para una escolar de los buenos venciendo a los malos en la Segunda Guerra Mundial.
Y mi padre me contó una historia terrible, cruel y heroica con él como protagonista. Esa fue la primera vez que oí el término “fosas comunes”. Los serbios de Herzegovina fueron capturados por los ocupantes nazis y atados juntos con cuerdas anudadas, tres en un racimo. Disparaban a una de las víctimas y las otros dos caían juntas en una fosa común. Cientos de personas fueron asesinadas en fila de esta manera antes de que escuadrones de la muerte abandonaran el lugar.
Una vez que los asesinos desaparecieron, mi padre y otros adolescentes de la ciudad excavaron durante todo el día tratando de salvar a los supervivientes. Algunos pocos desenterrados sobrevivieron, los suficientes para contarlo. Así que lo escribí, con fecha y lugar exactos, y gané el premio literario de la escuela yugoslava. Un par de semanas más tarde me vi públicamente privada de mi premio: mis fechas no coincidían con la historia oficial de la Resistencia. La lucha que he descrito se había producido un mes o más antes del levantamiento de los oficiales comunistas, dirigidos en esa parte del país por el camarada Tal y cual. Ese funcionario apparatchik, aún vivo y en el poder en aquel momento, se estaba beneficiando con el control de la historia local, tanto de los muertos como de los vivos.
Nunca le pregunté a mis padres qué nacionalidad teníamos: éramos yugoslavos, eso lo sabía. Teníamos el mejor pasaporte en el mundo: eso lo escuché. Mi madre era pequeña y morena y mi padre era alto y rubio. Me pusieron “Jasmina” por una canción tradicional. Así eran las cosas hasta principios de los noventa: entonces sucedió algo en el aire, sobre el terreno, en la mente de las personas. Sobre todo en Serbia, donde me tocó vivir en aquel momento.
Mi madre comenzó a hablar de Kosovo como si fuera su patria. Mi padre hablaba casi de la misma manera acerca de Bosnia. Como pareja habían vivido en Belgrado desde 1941. Nunca nos habíamos molestado en visitar sus lugares de origen. Luego surgieron historias oscuras de crímenes de guerra de los serbios en Bosnia y Kosovo. Les conté esas historias a mis padres. No querían creerme. Mi madre murió con Kosovo en los labios y mi padre no me habló de esas cosas nunca más.
En junio de 1995, estaba escribiendo un libro sobre los refugiados de la antigua Yugoslavia, The Suitcase [La Maleta] (University Press of California), y entrevistaba a mujeres y hombres de diversas etnias que habían sido desplazados por todo el mundo.
Uno de mis contactos era un joven de Srebrenica, desplazado en Viena. Era musulmán, muy cortés y amable conmigo, estando yo en calidad de serbia escritora con editores americanos. Me invitó a su casa, me invitó a cenar y me contó cómo huyó del problemático país a través de la Cruz Roja de Belgrado. Se consideraba yugoslavo y odiaba las guerras, según él hechas por lejanos políticos, no por la gente como él.
Y al final, me dijo algo que nunca olvidaré, una frase que en aquel momento sonó espeluznante y turbia: “Si le pasa algo a mi familia allá en Srebrenica, que es un enclave musulmán protegido por tropas de la ONU, juro por Dios que voy a matar con mis propias manos al primer serbio que me encuentre por aquí, y no me importa que no sea culpable, no me importa si voy a la cárcel para siempre…!
Se refería, presumiblemente, a su compañero de trabajo serbio, un refugiado en Viena a quien veía casi cada día. Unas semanas después ocurrió la masacre de Srebrenica, más de 8.000 personas fueron ejecutadas por el ejército de los serbios de Bosnia, encabezado por el general Mladic. Las tropas de la ONU miraron hacia otro lado. Los cadáveres fueron enterrados en toda la región, algunas en la propia Serbia, con una eficiencia sin precedentes.
Hoy, 15 años después, algunas personas, en Serbia y en todo el mundo, todavía se encuentran lejos de Srebrenica. En Serbia, la pretensión de la mayoría silenciosa es que los crímenes se dieron por igual en todos los lados y por lo tanto deberían ser sistemáticamente ocultados y olvidados. En el amplio resto del mundo, cada vez más aterrorizado, militarizada, y extra-legalizado, la justificación es: dejad que las tribus locales violentas luchen en los Balcanes.
Este es el espléndido aislamiento de los que se imaginan que pueden permitirse el aislamiento. No sé si la familia de aquel hombre fue asesinada en la masacre de Srebrenica, tampoco sé si él mató a su vecino serbio. No he vuelto a oír hablar de él desde entonces. Después de la masacre de Srebrenica, del 11 al 14 de julio, los croatas bombardearon Krajina a principios de agosto. Doscientos cincuenta mil serbios huyeron de Croacia.
Unos meses más tarde, en Dayton, se firmó un tratado de paz entre las tres partes en conflicto (serbios, musulmanes y croatas). Recuerdo estar esperando despierta toda la noche para ver si llegaban a un acuerdo. Recuerdo a mi hija de 11 años, que venía cada pocas horas de su cama para preguntarme: ¿lo firmaron? Cuando por fin le dije que sí: se fue a dormir y me puse a llorar. No eran lágrimas de alivio, sino de desesperación.
El tratado de Dayton fue firmado por Milosevic y Karadzic. Se estrecharon la mano ante Bill Clinton, se mostraron en público como constructores de la paz, y de inmediato supe que los ocho mil cuerpos de las fosas comunes de Srebrenica volverían algún día, como el padre de Hamlet, porque no hay reconciliación ni paz sin verdad y justicia.
En diciembre de 2005, fui por primera vez al juicio en Srebrenica a los Escorpiones paramilitares. Fui a apoyar a nuestras amigas, las mujeres de Bosnia, que iban a testificar en el tribunal de crímenes de guerra, para identificar a sus seres queridos asesinados. Iba como de miembro de la organización no gubernamental Mujeres de Negro.
Cuando escuché por primera vez a los Escorpiones hablar en público, esos hombres que habían participado en secreto en Srebrenica y otras matanzas, decidí quedarme hasta el final del juicio. No sólo por el bien de las víctimas, sino por los criminales.
Esta gente hablaba en mi lengua, tenía lenguaje corporal de mis propios vecinos, y los razonamientos de mi propia familia. Eran parte de mi historia familiar y de la historia, la parte que salió mal, se extravió, cometió crímenes, asesinó y ocultó los asesinatos. Mi deber y mi privilegio fue escuchar de primera mano, para tomar notas y tratar de transmitir la verdad histórica.
¿Qué tipo de ocultamiento y negación puede hacer desaparecer a ocho mil víctimas? ¿En sólo tres días? ¿Todos “efectuado”, todos asesinados? ¿Qué mente podía llevar a cabo tal crimen? Observar y escuchar a los Escorpiones, esos héroes para sí mismos, cuyos turbulentos años de guerra pasaron como saqueadores comunes, asesinos de sus vecinos, que luego se hundieron en años frustrados de paz, como una vieja hermandad de sangre, a pequeña escala, una mafia patriarcal… Escribí el libro The Design of Crime [El Diseño del Delito] luchando para sacar sentido de todo esto, respetando las palabras y los pensamientos de los actores en el juicio, y para transmitir una imagen más amplia al mundo.
En Jerusalén, después de la Segunda Guerra Mundial, Hannah Arendt siguió el juicio de Adolf Eichmann. Algunos de sus compañeros judíos se ofendieron e indignaron de que se permitiera a Eichmann hablar en su propia defensa, después de que a seis millones de judíos se les negara un juicio justo y fueran ejecutados. Y sin embargo, era su presencia en la sala del tribunal lo que permitió a Hannah Arendt entender y describir la banalidad del mal. Los crímenes históricos están deliberadamente planeados. Los muertos son mudos, pero sus fantasmas jurídicos son fuertes. Los mejores portadores de su palabra a veces son las voces de sus ejecutores.